Siempre pensó que cuando la pitonisa sacó aquella carta de la Reina de corazones y le dijo que estaba predestinada al amor, se refería a Daisy.
Y las cartas no mienten nunca.
Daisy era una Reina de Corazones por naturaleza. Lo llevaba dentro. Era segura, era sensual, era bella y el mundo giraba siempre a su alrededor, en perfecta armonía, como si labrase un camino para ella.
A Lola le encantaba ver a Daisy moverse entre la gente, ver como les hablaba con ese posado refinado y galante, como se peinaba los cabellos con los dedos y como ondeaban los bajos de sus faldas, mecidos por la brisa. No podía creerse que las cartas le hubiesen predicho un futuro con ella. Era demasiado bonito para ser verdad.
Pero las cartas no se equivocan.
Aunque Lola sí podía hacerlo.
Y es que a su Reina de Corazones se la encontró en la puerta del bloque de apartamentos donde vivía, una noche de lluvia. Se guarecía en la entrada y miraba el viento, distraída, abrigada con en un jersey demasiado grande y que tenía un corazón con una corona encima bordado en la manga.
Pero en realidad no era una Reina de Corazones, sino un As de Picas.
La primera noche, Lola sólo le dirigió un saludo con la cabeza, mientras buscaba las llaves en la bolsa. La miró de reojo y le pareció que le recordaba a alguien.
Pero la noche siguiente, la chica estaba allí otra vez.
Esa segunda noche, Lola le deseó buenas noches y cuando la miró, de un vistazo, vio que sus ojos escondían el otoño.
La tercera noche, le dijo:
—¿Entras?
El As de Picas la miró.
—No. No puedo volver.
Lola titubeó, sin saber muy bien a qué se refería la otra. Pero tras unos instantes, añadió:
—Si quieres, puedes venir a mi apartamento y esperar ahí. Hace frío aquí afuera.
No pensaba que la cosa fuera a terminar de aquella manera, pero las dos subieron a su apartamento.
Lola preparó leche con cacao y se sentaron en el sofá. No dijeron mucho. Cuando el cacao se terminó, el As de Picas se fue.
La escena se repitió varias veces más, como si fuera una mala copia. No sabía cómo explicarlo, pero Lola se sentía muy a gusto con el As de Picas, a pesar de que no sabía ni cómo se llamaba; no se lo había preguntado y ella no se lo había dicho tampoco. Pero ese sentimiento iba más allá de cualquier lógica. Era un sentimiento que le salía de lo más profundo de su cuerpo. El mismo sentimiento que esa noche hizo que dejara la taza sobre la mesita de centro y besara los labios del As de Picas.
Durante un breve instante, Lola temió que la otra fuera a apartarla, o incluso que se enfadara. Pero no fue así. Al contrario. El As de Picas tomó el beso y lo hizo suyo.
Lola le acariciaba el cabello, que era largo, largo, como hilos de cobre. Se dio cuenta de que lo tenía mojado de la misma lluvia que repiqueteaba en las ventanas. Se levantó y fue a buscar una toalla, que dejó caer con suavidad sobre los hilos de cobre para secarlos.
A pesar de que estaba puesta la calefacción, hacía frío en el apartamento. Lola lo sintió mientras se iban desnudando, lentamente, y mientras el As de Picas acariciaba su piel, buscando en ella cada mancha, cada peca, cada cicatriz. Se durmieron abrazadas.
Por la mañana, el As de Picas ya no estaba, y por la noche, cuando Lola llegó a casa, tampoco la encontró en la entrada, guareciéndose de la lluvia. Lo que sí encontró fue un sobre en el buzón. El sobre contenía una carta de la Reina de Corazones y en el reverso estaba escrito “Adiós”.
Un par de días después, Daisy fue a enseñarle el anillo que le había regalado su prometido. Tenía una esmeralda que hacía juego con el color de sus ojos. Se casaba en verano.
—Vendrás, ¿sí?
—Sí, sí —le dijo Lola, a pesar de que no le apetecía nada.
Seguro que Daisy estaría preciosa con el vestido de novia, pero verla enamorada de otro era algo para lo que Lola todavía no estaba preparada.
Después Daisy cambió de tema:
—Qué pena lo de la chica esa, ¿verdad?
—¿Qué chica?
—Sí, mujer. La que vivía en tu bloque de apartamentos. La que murió de un accidente.
Y entonces, como si alguien hubiese abierto esa puertecilla del fondo de su memoria que hacía días que estaba cerrada, Lola recordó por qué el As de Picas le resultaba familiar. Era la misma chica que se había cruzado con ella en el bloque de apartamentos, alguna vez. La misma que había muerto atropellada frente a la casa, hacía más de un mes.
Lola se metió la mano en el bolsillo del abrigo y tocó la carta, que seguía allí guardada, y que le quemó los dedos como si fuera un ascua.
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