El Descanso Eterno abre todos los días cuando se pone el sol.
Está situado al final de una calle sin salida con dos míseras farolas que nunca funcionan a la vez: o se enciende la del principio o se enciende la del final. No hay ningún cartel en la puerta que indique que lo que se esconde detrás de esas persianas siempre a medio cerrar sea un bar de noche; solo las cortinas de luces que caen de la entrada y que se encienden de forma automática cuando cae la oscuridad.
Por eso sus clientes suelen ser los habituales; aunque siempre hay algún aventurero que ha leído sobre el lugar en las páginas de su Guía para fantasmas y otros espíritus a medio camino que regalan en la Oficina de Información al Recién Muerto.
Y es que morirse no es siempre como se espera, porque, aunque sí existe algo parecido al más allá, también es muy habitual lo de quedarse a medio camino, atrapado por un tema no resuelto que no habías previsto.
El Descanso Eterno lo lleva una mujer que aparenta unos cuarenta años, aunque en realidad debe tener al menos setenta. Se llama Carolina. Es de constitución bastante gorda, aunque se mueve con una ligereza y un brío que ya los querría yo.
El día en que empezó esta historia, Carolina estaba muy atareada con la decoración para las celebraciones que estaban por venir: Halloween, el día de Todos los Santos y también el Día de los Difuntos. La Fiesta Mayor de los muertos.
Fue entonces cuando la puerta del Descanso Eterno se abrió y entró un hombre. Llevaba un tiempo viniendo, pero no mucho; quizás unos meses. Era de apariencia mayor, con el pelo completamente blanco y la cara tan arrugada que parecía una pasa seca; aunque entre los nuestros era como quién dice un mocoso. Le faltaba el brazo derecho, porque lo había perdido en el accidente de tráfico que le costó la vida y ya no lo había vuelto a encontrar. Son cosas que pasan cuando te mueres: a veces se te caer una oreja o un pie, y como no te des cuenta rápido y lo recojas, ya no lo vuelves a ver.
—¿Qué se supone que es todo esto? —preguntó el hombre a modo de saludo, visiblemente molesto, mientras señalaba las guirnaldas de calabazas diabólicas, las telarañas de algodón y los murciélagos de plástico.
Carolina se volvió, subida como estaba a uno de los taburetes para colgar una de esas guirnaldas.
—Oh. Hola, Julià. ¿Cómo está? Estoy preparando las fiestas. Vamos a tener un Halloween movidito este año.
—¿Halloween?
—Sí, ya sabes: historias de terror, disfraces horripilantes, calabazas con caras y muchas chucherías.
El hombre resopló:
—¡Eso no puede considerarse una fiesta! ¡Es una invención comercial de esos americanos!
—Pero no se sulfure, hombre. ¿No ocurre lo mismo con la Navidad? ¡Y a la mayoría les encanta! Hace tiempo que todo el mundo celebra Halloween. En los últimos años, y con la llegada de toda esta juventud, nos hemos tenido que adaptar, ya ve. ¿No le parece divertidísimo eso de tener un día para aparecerse a los vivos y asustarlos un poquito? Que ser un fantasma también tiene que tener sus ventajas, hombre.
—¡Pamplinas! Las cosas hay que hacerlas como Dios manda. ¡Como se ha hecho siempre! El día de Todos los Santos hay que ir al cementerio y…
—Julià, recuerde que ahora usted está en el lado de los muertos. El día de Todos los Santos es para los vivos. Nuestro día de visita es el de los Difuntos.
—¡Pues por eso mismo! ¡Qué demonios pinta aquí esa tontería del Halloween! ¡Ya tenemos la Castañada!
—A ver, a ver, que eso de Halloween no es ninguna tontería, no me sea anticuado. Viene de la celebración de Samhain, ¿sabe? Es una celebración celta. Además, es la vigilia de Todos los Santos. ¡Si al final celebramos todos lo mismo! Así que qué más da. Comeremos panellets y castañas, y también galletas con forma de calabaza. ¿No le parece bien?
El hombre renegó por lo bajo una vez más y se fue hasta la puerta.
—¡No tenéis ningún respeto por la tradición! ¡No pienso participar en esta fiesta yanqui!
Y tras el exabrupto salió por la misma puerta por la que había entrado, dejando a una perpleja Carolina que no pudo más que negar con la cabeza al pensar que siempre había fantasmas encargados de aguarles la fiesta a cualquiera.
Probablemente me habría olvidado del incidente si no fuera porque, un par de días más tarde, justo el 31, me encontré a Julià caminando por la calle mayor.
Era media tarde y los niños acababan de salir de la escuela, donde la mayoría de ellos había celebrado la Castanyada. El aroma a castañas asadas y humo flotaba en el aire y me había abierto el apetito. Por eso le había robado unas castañas al hombre que las vendía en la esquina (porque eso de «tomar prestado» es algo que nos encanta hacer a los fantasmas) y me las comía mientras ojeaba los escaparates.
Y ahí fue cuando lo vi. Caminaba distraído y cabizbajo. Es algo que les ocurre a muchos durante los primeros años de muerte. Así que me acerqué a saludar.
—Buenas tardes, don Julià. ¿Le apetece una castaña? —ofrecí.
—Oh, eres tú —me dijo al reconocerme—. ¿No vas a la fiesta?
—Sí. Pero todavía es pronto. Además, me gusta pasear en Halloween. A veces incluso asusto alguno de esos adolescentes traviesos. Es catártico y muy divertido. Debería probarlo.
—¡Divertido! —gruñó—. Jugar con la muerte no es divertido. Eso solo lo dices porque eres joven y los de tu calaña no tenéis respeto por nada.
No pude evitarlo: su comentario me hizo estallar en una carcajada. Después, pelé una de las castañas y me la metí en la boca. Estaba caliente y echaba humo. Había pocas cosas más ricas que una castaña recién asada.
—Don Julià, no sea condescendiente, ¿quiere? Soy mucho mayor que usted, así que no se deje llevar por las apariencias.
Él se sobresaltó con aquella novedad y miró a ambos lados, sin saber dónde meterse. Aquello de que todos tuviéramos el mismo aspecto que cuando habíamos muerto llevaba a mucha confusión, en especial para los recién llegados.
—Ah, lo siento, yo… —balbuceó.
Pero yo le corté de raíz:
—Mire, le voy a pedir un favor: no nos estropee la fiesta. ¿Que no quiere celebrar Halloween? Me parece perfecto. Cada uno tiene sus creencias, después de todo. Le puedo recomendar un par de bares en los que sé que no lo hacen. Y hay buen ambiente.
Él volvió a gruñir, como hacía cada vez que algo no le gustaba. Pero no replicó. Se apartó un poco de mí y se quedó de pie, en medio de la calle. Por un momento pensé que se iría vete tú a saber dónde. Pero no lo hizo, solo permaneció allí, sin hacer o decir nada.
Yo retomé mi paseo, esperando a que pronto las calles se llenaran de pequeñas brujas, fantasmas, monstruos y otras criaturas horripilantes salidas de alguna historia de terror. Aunque enseguida me di cuenta de que Julià me seguía a cierta distancia, pero no se lo impedí.
Entre seis y siete empezaron a aparecer los niños. Nos encontrábamos en una zona peatonal del centro, así que muchos iban sin compañía adulta, en grupos de todos los tamaños, desde parejas, hasta una docena de ellos, vestidos con sus trajes siniestros y sus cestos o calabazas de plástico de esas que venden en los Todo a 1€. Un ambiente de excitación y alegría flotaba en el aire, como cuando se acercan los Reyes Magos y los niños no pueden dormir la noche anterior.
—¡Truco o trato! —se oía cada vez que entraban en una de las tiendas a pedir caramelos. Y después salían con sus botines y una sonrisa en los labios.
Oí un resoplido detrás de mí y me volví para descubrir que Julià seguía allí.
—Ni siquiera saben por qué lo hacen —se quejó.
—¿Y usted sabía por qué pegaba al Tió para que le cagase regalos? ¿O por qué metía los dientes debajo de la almohada y les rezaba a los ángeles para que se los llevasen?
—¡Claro que lo sabía! ¡El cura de la escuela…!
—Ay, por favor. No me cuente historias, ¿quiere? La muerte ya me cansa bastante como para tener que aguantar esto. ¿Es que está tan amargado como para no ver que los niños lo están disfrutando?
No me volví para ver que respondía a mi reproche. Esta vez, me fui calle abajo, sin esperarle. Se estaba haciendo tarde y los adolescentes también empezaban a recorrer las calles oscuras. Había visto un grupito muy animado haciéndose los valientes. Estaban cerca de esa callejuela tan poco transitada y adecuada para la noche de Halloween, y tenía ganas de darles un buen susto antes de ir al Descanso Eterno.
El ambiente en el Descanso Eterno no podía ser mejor.
La decoración había quedado espectacular y así se lo hice saber a Carolina cuando llegué. Era una mezcla ecléctica de objetos comerciales, símbolos cristianos, luces a raudales y mucha comida. Se dice que los fantasmas no comemos, porque no lo necesitamos, pero eso en realidad es falso. No necesitamos comer, porque estamos muertos, pero ¿quién le dice que no a una montaña de panellets de piñones, coco y chocolate, a unas castañas recién asadas o a unas galletas de avena con glaseado naranja en forma de calabaza? Y las chucherías. ¡Menudo invento! La ventaja de todo esto es que no se te caen los dientes por las caries ni te sube el colesterol.
El local estaba llenísimo, mucho más de lo que suele llenarse de normal. De hecho, no cabía un alfiler. Habían venido fantasmas de todas partes al enterarse de la celebración de Halloween que llevaba anunciándose a bombo y platillo los últimos días entre los círculos de los muertos, y muchos de ellos iban disfrazados.
A los fantasmas también nos gusta disfrazarnos en Halloween, aunque muchos de nosotros ya tengamos un aspecto bastante grotesco de por sí. Había una de esas muchachas jóvenes (y cuando digo joven, me refiero a que no llevaba más de cuatro o cinco años muerta), que había optado por un atuendo de zombi. No sé qué ven esos mozuelos en los zombis; ya es lo bastante desagradable estar muerto como para que encima te muestres en estado de descomposición. Pero aun así la performance me parece divertidísima. También había muchos vampiros. A los que nacieron entre los sesenta y los ochenta del veinte les gusta mucho esa figura y muchos se llevan una gran decepción cuando una vez muertos descubren que los fantasmas sí existen, pero los vampiros no.
Fui a sentarme en mi rincón de siempre (que Carolina tiene la amabilidad de reservarme), porque, aunque las fiestas me gustan sigo teniendo ciento treinta años y la edad no perdona.
Y a que no sabéis a quién me encontré.
Exacto, a Julià.
Mis cejas estuvieron a punto de salir despedidas. Por suerte las pude retener; perderlas habría sido un mal asunto.
—Pero bueno, don Julià, ¿qué hace usted aquí?
—No se confunda, no he venido por usted.
—Claro que no ha venido por mí. Y no me trate de usted, ¿quiere? Después de tantos meses resulta extrañísimo.
—Entonces no lo hagas tú tampoco. He venido porque… Pues porque no quería estar solo esta noche. Esto de celebrar la muerte es deprimente. He ido a ver a mis nietas y se lo estaban pasando en grande, así que ahora me siento triste.
Asentí. Un clásico.
—No puedo decirle que sea algo que se pase, pero sí que te acabarás acostumbrando. Aunque imagino que ya lo sabes, si ha vivido tantos años. A fin de cuentas, es lo mismo para todos. Los de las dos orillas siempre nos echamos de menos.
—Sí, supongo que sí.
—Pero para eso existen estas fiestas: para recordarnos unos a otros. Y después seguir con nuestras vidas. O nuestras muertes. Estoy segura de que tus nietas te echan de menos, pero hoy es un día especial para ellas. Sus padres se encargarán mañana de hablarles de ti y recordarles lo especial que eres. Y, ya sabes, si no lo hacen siempre puedes aparecerte en sueños el Día de los Difuntos y hacerlo tú mismo.
—¿Es eso posible?
—¡Pues claro que es posible! Pero no pensemos en los vivos ahora. Esta es nuestra noche y nos toca celebrarla por todo lo alto. ¿Qué quieres tomar? ¿Un poco de ratafía? Le pediré a Carolina que nos traiga algunos dulces también. Por cierto, ¿has probado ya a asustar a alguien? Si todavía no lo has hecho, aún estamos a tiempo de acercarnos al cementerio a por esos jóvenes imprudentes. ¡Te garantizo que es lo más divertido que harás en mucho tiempo!
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